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INSTITUTO DE LOS ANDES

EL CUADRO QUE DEVORÓ PARÍS


Una vez se pintó un cuadro muy peculiar. Una obra de una singularidad maléfica y con un poder enorme. El lienzo, afirma la leyenda en boca de Coleridge, atrapaba al incauto que lo contemplaba de una forma total. Su hechizo no consistía únicamente en embelesar la mente como hacen otras obras de intemporal belleza, sino que devoraba físicamente al espectador. Este cuadro fruto de la imaginación, de una mefistofélica imaginación, de un perturbado, fue destruido por su creador al poco tiempo de ser finalizado, condenando sólo a unos pocos inocentes. Por Rubén Giménez.


Un segundo cuadro, esta vez lo afirma Morrison, se pintó unos años después en el París de las vanguardias de principios de siglo. Imbuido del espíritu del surrealismo y del dadaísmo el cuadro cobró gran poder y fuerza y acabó devorando la ciudad de la luz con todos sus habitantes incluidos. El París dentro del cuadro era la suma de los múltiples París que habían sido representados a lo largo del tiempo. Así, el puntillismo que representó la ribera del Sena, el fresco impresionismo mostrando las bambalinas del Moulin Rouge de Tolouse-Lautrec o de Degas, incluso las surrealistas percepciones captadas por Dalí y Buñuel, se entremezclaron en el interior del cuadro y lograron llegar a la totalidad de la esencia de la ciudad. Se convirtió en el cuadro que era muchos cuadros y su aspecto era aparentemente informe, aunque en realidad fuese hiperrealista.

Algunos heterodoxos susurran que éste pudo ser el origen de la abstracción formal y que Kandinsky extrajo algunas de sus innovadoras ideas de allí. Pocos se atreven a aseverarlo, si quieren conservar su credibilidad académica, porque ya nadie cree en esta historia. París sigue estando allí, dicen, y no hay ningún cuadro que la contenga ni que tenga tanto poder. ¿No lo veis? Dicen. Es imposible, dicen también.

La realidad, empero, es otra.

No hubo un tercer cuadro. Es probable que nadie haya osado jugar con tan primigenios poderes ni que haya tenido la voluntad ni la imaginación para llevar a cabo tal hazaña. No ha existido un tercer cuadro, decimos, pero sí sucesivos intentos por capturar la realidad y atraparla por toda la eternidad. Hay un deseo imperecedero del hombre que entronca con su propio deseo de inmortalidad y permanencia. Podemos creer que éste es uno de los grandes temas subyacentes en toda la historia de la representación y del arte. La representación como lucha contra la muerte y como puerta de acceso al infinito temporal. Pero esto es sólo una posible interpretación de la historia.

Volvamos al segundo cuadro, ése tan poderoso que devoró París, y planteemos otra forma de entender el cuento. Decíamos que dicho cuadro retuvo la ciudad en su interior. Pero, ¿no es eso lo que logran, o tratan de lograr, todas las obras? Borges parece afirmarlo en la mayoría de sus relatos. Viendo el dibujo del leopardo sagrado, cuenta en un texto, un sabio podía conocer todo lo que había acontecido y todo lo que podía acontecer, pues todo está causalmente relacionado. Cada hoja de un árbol contiene a todas las demás y a todos los árboles del bosque y a todo el mundo y mundos posibles. Podemos negar las relaciones primordiales que nos unen con todo lo pasado y lo futuro y lo presente. Podemos pensar que nuestra unicidad y autonomía son excusa suficiente. Pero, siendo un poco crédulos, podemos creer que no somos más que una ínfima mancha en el gran lienzo cósmico.



Es posible que el cuadro no sólo devorara París. ¿Por qué iba a detenerse sólo allí? El poema dadá que le dio vida bien pudo haber atrapado Francia entera. Es posible que Europa también desapareciera en el interior del lienzo. Puede incluso que el mundo y todos los mundos y todo el cosmos conocido y desconocido también quedasen atrapados por toda la eternidad.



Algunas notas sobre la historia

El cuadro original fue obra del italiano Piranesi pero fue destruido en 1814 después de la derrota de Napoleón, entre el caos y la guerra. Samuel Coleridge oyó la historia en un viaje a Florencia y trató de plasmarla en un poema que acabó inconcluso e inédito.
El segundo cuadro fue obra del islandés afincado en Paris Max Bordenghast. El lienzo desapareció a los pocos años de ser creado pero reapareció en 1923 en manos del Comte d’Aguille. Durante la ocupación alemana de la II Guerra mundial fue requisado por los nazis y llegó a las manos de un científico de lo extraño, el peculiar y enfermizo albino Horst Eximan. Se dice que fue robado de la Hermandad Dadá de la fortaleza de Eximan en los Alpes suizos y que ellos lo activaron al pie de la Torre Eiffel una calurosa mañana de julio recitando contrasentidos y frases incoherentes propias de Tzara o Duchamp. artelista.com

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