LA MALDICIÓN DE ATAHUALPA
¿Quién no ha oído hablar de ella? Y no sólo aquí, en el Perú, sino en España e incluso por los europeos interesados en el devenir de la Historia de la España Imperial.
Nadie sabe si, realmente, Atahualpa emitió tal maldición, aunque es lógico suponer que, aunque no lo hiciera, lo que su mente deseaba para quienes lo ajusticiaron no podría expresarse fácilmente con palabras, especialmente después de que, durante el tiempo que estuvo prisionero, tuviera oportunidad de convencerse de que aquellos extranjeros - que probablemente pensó utilizar a su favor en la guerra civil contra los partidarios de su hermano Huáscar--, iban a respetar su vida en tanto que garantizaba la sumisión de al menos la mitad del imperio Inca.
Es evidente que fue un mal cálculo por su parte; pero cualquiera en su lugar habría caído en el mismo error. Es más, ni Francisco Pizarro, y mucho menos su hermano, Hernando, abrigaron nunca la menor intención de acabar con la vida de quien, para el primero, era la 'gallina de los huevos de oro' - y nunca mejor dicho - y para el segundo un verdadero y sincero amigo.
Hay varias versiones de la escena de la despedida de Hernando, cuando partió de regreso a España con el diez por ciento de lo acaparado por los españoles en el cuarto del tesoro de Cajamarca; pero todas coinciden en señalar que el hermano más joven - y legítimo, en tanto que Francisco, a pesar de haber nacido fuera del matrimonio, tenía el mando en razón a la importante inversión realizada para materializar la expedición.
Le encarece ardientemente que vele por la seguridad del Inca. Y todo parece indicar que Francisco era sincero cuando le responde que vaya tranquilo, que él se cuidará de la vida del monarca capturado.
Luego entran en juego los otros elementos que casi todo el mundo conoce: la humana y comprensible aversión de Felipillo, uno de los dos intérpretes, que profesaba un odio profundo a Atahualpa desde que éste se enteró de sus amores con Inti Palla, y puso fin a ellos comunicándoselo a Pizarro; aunque queda mucho más apropiado para la Historia hablar de la aversión de un moche como él hacia el imperialismo despiadado que ejercieron los incas sobre su pueblo.
Queda mucho mejor para las crónicas derivar la muerte de Atahualpa de un sentimiento político nacionalista y vengador que de lo que probablemente fue: un entendible y simple despecho amoroso.
Y es a partir de entonces cuando algunos historiadores fijan el inicio de los efectos de la maldición, aunque estalla ante nuestros ojos la incongruencia, ya que Atahualpa estaba vivo aún, y concuerda mucho más con la rama esotérica de nuestros espíritus que las maldiciones actúan mucho mejor cuando el personaje que las lanza forma parte del reino de los muertos.
Las crónicas - no todas, es cierto - siguen relatando cómo, llevado de esa animadversión infinita, Felipillo adopta la norma de tergiversar las respuestas del soberano inca, traduciendo para los españoles 'negro' cuando Atahualpa decía 'blanco',
Y aún más, haciendo causa común con la facción de la partida hispana partidaria de acabar con la vida de aquella especie de súper-cacique que, una vez pagado su rescate - aunque no toda la cantidad pactada - sólo significaba un estorbo y un riesgo, por cuanto estaba claro que iba a provocar más luchas con sus súbditos dispuestos a liberarle.
Nace ahí la versión de algunos, Almagro incluido, de que el Inca estaba laborando en secreto para ordenar a su ejército atacar a los españoles, lo que contravenía el pacto firmado entre él y Pizarro, hasta que la presión es tanta que, el mismo que había prometido a su propio hermano velar por la vida del prisionero, se ve ante la única opción de someterlo a juicio, más por aplacar los ímpetus de sus propios compatriotas que por el deseo de implantar una justicia que, en aquella situación, sólo correspondía a su única voluntad.
Pizarro, en aquellos momentos, era el gobernador, el Marqués de la Conquista, el todopoderoso que sólo debía rendir cuentas ante un monarca extraño y lejano - Carlos I ni siquiera hablaba español - era un recién llegado que había heredado las coronas de Castilla y Aragón de sus abuelos, los Reyes Católicos, y se había presentado con su corte de flamencos en una España que sólo existía en las mentes más futuristas.
Poco le hubiera costado, pues, imponer su voluntad y cortar de raíz aquella pantomima de sus rivales. Pero era consciente de que, lo que menos le convenía, era avivar las disputas entre los suyos, y consintió en el juicio.
Un juicio en el que la voz de Atahualpa salía de la boca de Felipillo, que respondió a las preguntas del jurado según le convenía a él, no al encausado, lo que determinó su condena y puso a Pizarro en la situacion de, como gobernador, aplicar la sentencia.
No sabemos si la maldición ya coleaba por entre las corazas y espadas de acero europeas, o estaba latente aún, aguardando acontecimientos; pero lo que sí sabemos es que Pizarro no pudo contener las lágrimas durante el ajusticiamiento de quien podía considerar, si no amigo, al menos íntimo de su propio hermano.
Sin olvidar la encomienda que el monarca inca le hace personalmente, en el sentido de que cuidara de sus hijos más pequeños - quién sabe si la maldición no empezó a actuar, primero sin rumbo y tomando como objetivo al propio Atahualpa y a su familia.
Sea como fuere, el Inca muere, e inmediatamente se destapan los rencores entre los hispanos - nótese que no utilizo el término 'español', puesto que, para ser exactos, España no existía todavía en aquellos años, sino que fue el producto posterior de la unión de los reinos independientes bajo Felipe V, un rey muy posterior al primero de los Austrias que entonces gobernaba.
Pizarristas contra almagristas, vascos contra andaluces y castellanos, identidades dispares y poco unificadas sacando lo peor de sí mismos y acuciados por una avaricia sólo explicable en quienes, como Francisco Pizarro o el propio Almagro, habían invertido sus fortunas en hacer realidad la expedición.
La maldición en todo su apogeo. Y, sin embargo, no tiene, ni mucho menos, un efecto demasiado protector hacia quienes más deseos abrigaban de que se manifestara, ya que las graves disputas entre hispanos retrasó la implantación de la paz que tan bien hubiese venido para el desarrollo del futuro Perú, ése que se alumbra cuando, decididos a permanecer en esas tierras, los venidos de fuera deciden asentarse e invertir lo obtenido por la rapiña en encontrar la prosperidad.
Porque, no lo olvidemos, las cantidades de oro y plata que parten hacia las Españas eran la décima parte de lo obtenido, luego, si tenemos en cuenta que, excepto Hernando Pizarro y otros de relativamente poca importancia, nadie regresa a Europa, esos valores se quedaron aquí, convirtiéndose en propiedades, fundos e inversiones.
El oro de Atahualpa, al fin y al cabo, pasó de las manos del imperialismo inca a las de los 'inventores' del nuevo Perú, y aquí tomó formas europeas, como, por ejemplo, en la propia construcción de la capital, Lima.
Sin embargo, fue ese pequeño diez por ciento que viajó hacia Europa, lo que, en esencia, actuó de verdadero transmisor de la maldición de Atahualpa, y sus efectos no suelen ser tenidos en cuenta por los historiadores locales que, comprensiblemente, dejan de analizar las consecuencias que provocaron en el Tesoro de la corona imperial española.
Porque ocurrió que, recibido con alborozo, el chorro de plata y oro que procedía de las Américas vino a verterse en las arcas de un imperio con deficiencias en su estructura económica, en la que fue sencilla inducir una tremenda inflación.
Con una agricultura agotada y una industria apenas desarrollada - salvo la de las armas y la construcción naval - el oro del Perú sirvió para facilitar la adquisición a otras naciones de lo que precisaban los españoles.
Pasaba en los reinos de España un poco lo que ocurre hoy día en el Perú, donde, a pesar de ser productor de materias primas, la elaboración de las mismas se realizaba en naciones competidoras, que obtenían los verdaderos beneficios.
Castilla era rica en lana, en ganado y en producción agrícola; pero necesitaba comprar las manufacturas de las fábricas francesas, británicas y holandesas, con lo que las finas mantelerías de los Países Bajos retornaban al origen pero con precios multiplicados.
Más o menos como sucede en el Perú, destacado productor de cobre, oro y plata, pero donde es necesario importar casi todos los productos tecnológicos.
Así, el diez por ciento de lo acaparado acá, se convirtió en moneda para pagar a Inglaterra, Francia y los Países Bajos lo que España necesitaba para mantener el tren de vida propio del mayor imperio conocido hasta entonces - la herencia de Carlos I sumó a la Corona las posesiones alemanas e italianas a los vastos territorios americanos y asiáticos -.
Y esa irrupción de metales valiosos fue el trasmisor de la maldición, al principio incomprensible, de que el valor del metal bajara y los precios se elevaran, de manera que, cuanto más oro y plata llegaba de América, más oro y plata había que gastar para conseguir lo que antes costaba la mitad.
Fue el principio de la decadencia española, que se acabó por materializar en los últimos años del siglo XIX. Pero sus protagonistas, aquéllos que manejaron los caudales provenientes de ese impuesto del décimo, jamás sospecharon que, dentro de la misma materia del oro y la plata americanos, viajó hasta las raíces del Imperio la maldición de un monarca al que los suyos llamaron Atahualpa, pero que murió bautizado con el nombre de Francisco, el mismo nombre de pila de quien lo ordenó ajusticiar.
Una maldición que, una vez liberada, actuó indiscriminadamente y se insertó, cual flecha envenenada, en las propias raíces del lejano sistema europeo, ignorante de estar sufriendo el daño transportado por lo que, en realidad, parecían metales preciosos.
No sé a ustedes, pero a mí me gusta más pensar que fue así.
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