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En un recomendable reportaje de El País de hoy Jens Clausen, del Instituto de Etica e historia de la Medicina de la Universidad de Tübingen, advierte: «Discutir el acoplamiento entre mente y máquina es tan viejo como la película Metrópolis». En aquél clásico de Fritz Lang, Rotwang, un científico medio loco, construye un robot para, inicialmente, hacerse con el amor de Maria, la protagonista.
Pero Clausen no se refiere al amor, sino a la capacidad de manipulación que puede devenir de la utilización de robots, o de la manipulación de la mente humana. Este ha sido uno de los grandes temores reflejados en la ciencia ficción durante casi todo el siglo XX. El problema es que hoy, como aclara Clausen, esto ya no es más un temor: es una «opción científica real».
Lo que es real es que el cerebro humano puede ser conectado a un ordenador utilizando electrodos minúsculos. Nuevos avances científicos permiten, por ejemplo, ayudar a quienes tienen el nervio auditivo dañado utilizar dispositivos auditivos que se conecten directamente con las áreas del cerebro que transmiten la información acústica. Así, se inicia una étapa de conexión directa entre máquinas y humanos.
No caben dudas de que, a nivel científico - o técnico, para ser más precisos- esto es realizable. Los miedos que otrora eran de la ciencia ficción, ahora son reales. La cuestión no es científica, sino ética, y el planteo no es, a mi entender, si estos avances se deberían usar o no, si no quién los usará: evidentemente, todo lo nuevo podrá ser utilizado por aquellos que más poder y dinero tengan. El resto quedará afuera, y esto no hace más que reforzar las brechas que existen entre los que más y los que menos tienen.
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